21.10.04
Sueño de una realidad
Intento expresarlo puramente pero no hallo la forma de completarlo. En búsqueda de la palabra que no existe, el sentimiento no inventado me debato... ¿te amo?, amor es sólo el principio.
La mera vida cotidiana no me ofrece una respuesta, por lo que debo ir más allá. Tranquilo me sumerjo profundamente en mi almohada, porque sé que estás a mi lado para cuidarme mientras busco desprotegido. Las colinas de tu pecho invitan a dormitar una eternidad tratando de solucionar mi incertidumbre y cobijado por el calor acogedor de tu cuerpo, lentamente voy cayendo en el sueño deseado. Mucho más lejos de los castillos en las nubes, las ciudades de cristal y el sol blanco, alcanzo a divisar una pequeña forma. Mi corazón clama a gritos que en ella se encuentra mi solución. Desciendo de mi dragón y continúo la travesía solo. El cielo se torna negro y la visión se disminuye. Al mismo tiempo, la tierra comienza a rajarse a mis pies, creando precipicios infinitos a mi alrededor. La pequeña forma en el horizonte ahora es imposible de alcanzar. Repentinamente, todo se derrumba y con una mano logro quedar colgando de un peñasco, en la oscuridad. Distante, muy distante, aún puedo ver la solución para mi acertijo de pasión, mas estoy perdido, aguantando a puro amor caer en la infinidad de una vida sin sentido. El destino, de puro caprichoso, suele ser muy cruel a veces, y a quemarropa prepara artilugios de desencuentro y dudas para los mortales. Pero en el peor momento, te veo llegar, ángel guardián, con tus alas de plumas plateadas resplandecientes desvaneciendo todas las sombras que me rodean. La débil piedra que tenía por sostén se desprende y comienza mi descenso a una existencia ordinaria, sin magia, en soledad. Entonces siento que me tomas con tus brazos, seguros como una fortaleza y que me sujetas con tus manos, tan suaves como la seda. El halo de cariño que te recubre produce un encantamiento de ensueño divino. Aún en la vigilia, justo antes de la caída definitiva de mis párpados, puedo ver como con el vuelo las fisuras oscuras de la tierra se alejan gradualmente...
Despierto al lado de la forma que antes era pequeña y distante. Mi corazón no estaba equivocado: se trata de la contestación a mi dilema. Yace recostada junto a mi, con un brazo descansando en mi pecho, y me observa con dos ojos verdes como gemas y una sonrisa a la cual es imposible no sucumbir...

Finalmente comprendo todo. No necesito buscar nada más. La respuesta no es una palabra que aún no se ha pronunciado ni un sentimiento que no se ha experimentado. Ha estado presente todo el tiempo, enfrente mío. Sueño o realidad, la respuesta sos vos. Es por eso que decirte te amo me queda corto, porque debo decirte directamente, te soy.
 

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13.10.04
Vida de perros
Gracias a la entereza que he logrado procurarme entre tanto desaliento implícito arrojado impunemente desde el piso de arriba y la pseudo-estabilidad que he logrado adquirir compartiendo mis miedos con mis semejantes de esta jauría de perros cuasidomesticados hoy puedo estar escribiendo esto, sabiendo en cierta forma quién soy. Aunque con profundos cuestionamientos hacia mi sentido común y mi proceder por naturaleza, también sé medianamente quién quiero ser. Tengo la certeza de que la respuesta la voy a encontrar al final de un camino que apenas si comienzo a andar, y puedo a través de un método de decantación que se adquiere cuando uno va dando los primeros pasos observar a quienes transitan el sendero junto a mi. Así, cuando la tranquilidad de la caminata se ve alterada por factores imprevistos, es posible detectar con claridad quienes intentan ayudar a los que no pueden sortear las filosas piedras en la senda; a aquellos que cuando alguno se encuentra perdido o deambulando con dirección incierta, tomándolo de la mano reanudan la marcha, tanteando de a dos el trayecto sinuoso que a tantos hace caer.
De la misma manera queda en deplorable evidencia el que opta por tomar el atajo para acortar tramos por la vía más fácil; el que no disminuye su velocidad al ver un transeúnte abatido por la longitud y la distancia hasta el destino. O incluso peor, el que propina el empujón definitivo para que caiga el que se hallaba trastabillando luego de haber dado con una dificultad. Posturas tan claramente diferenciadas entre sí como respetables, pero que van definiendo la vereda en la que uno prefiere situarse para descansar al sol.
Pero lo tristemente curioso no es descubrir que el hombre todavía tiene rincones muy oscuros por iluminar cuando se encuentra en soledad con su espiritú. Lo lamentable es percatarse de que en todo momento pende sobre nosotros como una espada de Damócles el juicio de los demás. La sentencia del qué dirán como una condena a cadena perpetua de mediocridad social. Sentir que quedar rezagado es sinónimo de ser último, o peor, que ser último es sinónimo de fracaso. Y como si eso fuera poco, soportar la constante denigración por parte de quienes nos inculcaron esa inventada necesidad de alcanzar una meta que responde más a una frustración personal que a un genuino deseo de crecimiento del otro. Toda una generación anterior acusando que somos unos mal educados... cuánta hipocrecia, cuanto caradurismo, cuanta falta de instrospección.
Sin embargo no todo es tan gris como parece. Quedan por allí, y también un poco más acá restos de una camada de perros que los más avanzados métodos de docilidad no han podido controlar. Que deambulan el camino impuesto porque lo así lo quieren, y si mañana desearan detenerse el tiempo que sea a descansar al sol, lo harán sin importar cuan fuerte suene el silbato adhiestrador que los obliga al resto a retomar el paso. Que haciendo caso omiso a la disposición que se ha infiltrado como un virus nocivo de cortarse en la individualidad del alma deciden permanecer en la jauría que los vio nacer, como ustedes y yo ahora, eligiendo no querer atender al estridente pitido: optando felizmente por desobdedecer.
 

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5.10.04
Cambios de rumbo
Como cada repetida mañana, esperó al bondi en la esquina del árbol que recibía un baño de sol despabilante ideal para las pupilas todavía somniolentas. Con las ideas aún desordenadas producto de los sueños de la noche anterior, le gustaba aguardar la llegada del 15 reflexionando sobre las incógnitas de su vida, los desafíos venideros de su suerte y en la vorágine de la vida que gira impredecible como un caleidoscópio de cristal. Ya en el colectivo, una vez que el robot manco le entregó el boleto, se ubicó atrás de todo, en el último asiento al lado de la puerta para continuar con sus meditaciones. A decir verdad, hacía tiempo que le urgían unas ganas arrolladoras de tirar todo por la ventana, de romper las cadenas de la opresión rutinaria para no volver a ponerselas jamás. Le seducía sobremanera la idea de abandonarlo todo, tomar la mochila con un mínimo equipaje y comenzar a caminar, siguiendo simplemente al viento. Para amortizar el aburrimiento hasta llegar a su monótono empleo, desenrolló el papelito que le había entregado la máquina instantés atrás y se fijó en el numerito impreso: capicúa.
Ahora el chofer había puesto el freno en la parada de Santa Fé y Escalabrini Ortiz, y la cola de gente intentando subir parecía una anaconda bípeda. Él odiaba esa pausa que solía prolongarse por lapsos de hasta diez minutos, en los que lo único que encontraba como entretenimiento era observar los rostros de los nuevos pasajeros e inventarles una historia distinta a cada uno de ellos. Así fue como repentinamente la vio subir, y el mundo pareció detenerse. Se trataba de la prueba irrefutable de que efectivamente los ángeles deambulan entre nosotros, que no poseen alas en su espalda pero si una hermosura que conquista al corazón más recio con apenas una sonrisa complice. El impacto fue tremendo, y el enamoramiento, total.
Pero exibiendo rasgos ciertamente macabros, ella eludió con la gracia de una gacela al conductor y zigzageando entre las personas que se amontonaban a la altura del último escalón, se introdujo en el vehículo sin pagar, tomó una butaca libre y no despegó los ojos de la ventana de ahí en más, por más intentos de cruzar la mirada que él hizo.
Al día siguiente, la obsesión por volver a verla se había apoderado por completo de su mente, desplazando los confusos pensamientos matinales por recuerdos y aguardó impacientemente hasta la misma detención antes odiosa para ver si su suerte había cambiado y podía manifestarle con un gesto que su amor era tan puro como real. Y tal como había sucedido la mañana anterior, con la soltura que una presa elude a su cazador, dejó garpar como una asignatura pendiente mientras que se acomodó en el mismo sitio, escrutando la vereda por el resto del viaje.
El tiempo fue pasando de la misma manera. Por más ganas que él tuviera, no había forma de que ella lo registrase. Gradualmente, las noches convirtieron en jornadas eternas buscando respuestas que la almohada no poseía... ¿por qué esa burla impune e inocente a los estamentos de la sociedad? ¿cómo hacía para lograr acallar diariamente esa voz que clama por un poco de maldito sentido común? ¿cuál era la forma de que pudiera ponerla en conocimiento de su existencia?
Fue entonces cuando se le ocurrió como conseguirlo. Renunciando a todos los grises pilares que había estado construyendo de a poco y en los qué basaba su vida, decidió comenzar a trabajar de Guarda. Pasó muchos meses viajando por toda la capital, en recorridos muy lejanos a los trayectos de su pasión. Hasta que finalmente le fue asignada el tramo que incluía la ansiada esquina de Santa Fé y Escalabrini Ortiz.
La noche previa casi no pudo dormir, y estuvo esbozando hasta que le ganó el sueño el mejor discurso para poder declararle su completa devoción aprovechando la falta del boleto como diálogo para captar inexorablemente su atención.
En la segunda parada, ya sobre Escalabrini Ortiz subió por la pequeña escalera, saludó a quien conducía y comenzó a pedir los pasajes. Como quien no quiere la cosa de reojó escrutó el último asiento de la fila individual y la pudo distinguir, como siempre observando a través del vidrio a la nada. Sus latidos resonaban como tambores de guerra, y realmente las demás personas podrían haberle exibido una postal o una foto-carnét que no se habría dado cuenta.
Cuando finalmente estuvo frente a ella, con voz tan dulce como la miel dijo:
- Su boleto por favor Señorita -
- Si, como no. Muchas gracias... - Fue lo que encontró como respuesta, y como siempre, como nunca, volvió a apuntar sus ojos en la vastedad de la acera de enfrente.
Tan sólo una frase. Una oración que le pateó el tablero. La sentencia a miles de veladas de angustia y llanto inconsolables hasta que el corazón sane.
Por motivaciones de ausente lógica nos embarcamos en búsquedas que nos llenen más allá de lo racional, porque somos mente y alma. Así somos capaces de dejar todo de lado creyendo que por tener una convicción absoluta es inevitable que nos vaya bien. Pero el destino caprichoso disfruta tendiendonos trampas de desencuentro y confusión que casi siempre solemos pisar. Y nos damos la cabeza contra la pared repentinamente, creyendo inocentemente que nuestro destino depende de un boleto capicúa.
 

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