16.8.07
Lo que el viento nunca se llevó
Por la esquina de Santa Fe y Arenales hace mucho que ya no sopla más el viento.

A decir verdad, y aunque seguramente esta verdad suene descabellada, el viento ya no se anima a volver a pasar por ahí. Se niega. La elude zigzagueando entre-calles aledañas. Evade ese nefasto cruce en su recorrida diaria, victima de un temor tan profundo como su remota existencia.

Ella estaba esperando la llegada del 343 en la esquina de Santa Fe y Arenales en su primer mañana laboral desde que habían llegado al barrio. Una y otra vez se subía y se bajaba al cordón para entrar en calor e ir despertando a los músculos de su noche agitada. No conocía los tiempos y las distancias de este nuevo lugar, pero siempre confiaba en su suerte y, después de todo, con ese tibio sol de otoño revistiéndola de dorado, la espera del colectivo podía tardar un año que no se quejaría en absoluto.

El viento venía distraído por la avenida jugándole una carrera a unos gorriones que hacía mucho no saludaba, cuando de pronto la descubrió dando esos saltitos de la calle a la vereda. Ahí estaba, tan humanamente insignificante pero a su vez tan tangiblemente hermosa, despreocupada del mundo que la rodeaba y con una sonrisa capaz de partir el asfalto a la mitad con apenas una mueca.
Sin dudar apenas un segundo, el viento se presentó de forma muy elegante, rodeándola con una brisa que le recorrió suavememente el cuello y terminó entrelazándose en los dedos de ambas manos. Ella respondió sorprendida ante la situación con una risa tímida que lo cautivó más que aquél antológico cruce de siglos atrás con la voluptuosa marea.
Y como en un argumento de una comedia romántica, en ese momento el colectivo irrumpió la escena sin previo aviso, y ella se subió de inmediato, mirando por sobre sus hombros mientras se alejaba el hueco vacio en donde juraba que acababa de toparse con una presencia cálida y agradable.

A partir de ese día, cada mañana fue similar. Siempre que ella llegaba a la parada, por alguna razón que no podía explicar pero que le encantaba que así fuese, el viento le hacía las mejores caricias que alguna vez había sentido. Otras veces, de la copa de algún arbol bajaba levitando suavemente alguna flor traída desde quién sabe dónde, e incontables oportunidades sentía una melodía dulce y suave en el oído, como si alguien o algo estuviese queriéndole confesar un sentimiento íntimo.
Cada tanto, un coro de gorriones se posaba sobre los cables del poste de luz de la vereda del frente y al unísono entonaban canciones alegres, que le levantaban el humor a ella y a los vecinos y comerciantes de la zona, que no podían salir de su asombro y su desconcierto.

El tiempo siguió pasando, y la historia de amor de la chica de la esquina y el viento se fue haciendo más conocida. Cada vez que el 343 se hacía presente y ella lo abordaba, de pronto los pajaros levantaban vuelo nuevamente, los remolinos de viento que formaban figuras con hojas secas se desvanecían, y el silbido armonioso que doblaba por la esquina acallaba repentinamente hasta el día siguiente, en que tal enigmática escena volvía a repetirse.

Pero el viento comenzó a sentir que su inmaterialidad era una barrera infranqueable para su sentimiento por ella. Y no es que no fuese feliz regalándole tales demostraciones, sino que simplemente eso comenzaba a no alcanzarle. Fue así que decidió que la siguiente mañana la llevaría con él abordo del mundo de lo insustancial, a conocer el límite donde rompen las olas, a saludar una por una a las nubes y a sentir el cosquilleo de pasar por entre miles de copas de árboles de toda tamaño y color. Así, sólo así, el viento podría ser uno con ella.

Y esta vez el viento llegó primero que ella. Muerto de ansiedad. Fue entonces cuando la vio llegar de la mano de una persona, de un hombre, humano... material. De alguien incapaz de traerle el canto de las aves a sus pies, de alguien a quien bajar una porción de arcoiris para que se proyecte de esquina a esquina era algo simplemente imposible... alguien a quien, tristemente, ella podía abrazar como lo venía haciendo desde el principio de la cuadra. Alguien a quien ella podía tomar fuertemente de la mano y comentarle rozando su oído que esta era la esquina en la que ocurría lo inexplicable que tantas noches atrás le había comentado aunque él no le creyera.

Sin embargo esa mañana nada pasó.
Y el resto de las mañanas tampoco.

Por la esquina de Santa Fe y Arenales hace mucho que ya no sopla más el viento.
 

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