12.7.04
Al fin llegaste
Frío. Implacable, atroz, que cala los huesos y congela la médula hasta dejarla como una estalactita perenne. Para muchos la perdición de las articulaciones, la peor temporada del año, la estación que no debería estacionar; que pone a las personas mal predispuestas, con poca paciencia y ganas de llegar al hogar. Se le atribuye al invierno propiedades criminales, mortales que llegan junto a su complice: la baja temperatura.
Mortal, tajante... ¿cómo se puede hacer semejante injusta acusación? El frio es calor: el calor es vida. No quiero que esta afirmación suene a frase barata o a una contradiccion obvia sacada del diccionario metafórico del poeta mediocre, pero realmente lo siento así. ¿Hay acaso alguna oportunidad en la que uno se sienta más vivo que cuando comienza el proceso gradual de calentar la gélida cama con el cuerpo como ancestral catalizador? Vamos, ¿existe en la pluralidad de las sensaciones del tacto algo más reconfortante que percibir la calidez de una persona que con apenas su existir es capaz de disiparnos toda remnisencia de clima helado?
Y aún hay más, mucho más. En esta época en la que algunos caemos ante el encantamiento glacial, todo cobra otro sentido. El regreso a casa tiene su propio sabor a nuevo, cosa que el verano se encarga de quitarnos en forma abrupta -y pegajosa. Los encuentros entre cuatro paredes nos convierten en seres más habladores, más humanos, con ganas de escuchar y compartir en lugar de disiparnos en la vulgaridad del estío.
Quizás mi especie esté por naturaleza más predispuesta a la exposición atérida que las demás, pero mientras va llegando al final esta breve refexión vayan permitiendo que el fuego de estas palabras les quite ese preconcepto condenatorio sobre el perverso frío que -inocente- lo único que lleva consigo es su implicita promesa de hipotérmico calor.
 

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