7.8.04
No voy en avión, voy en tren
Sublime placer, regocijo del alma. Liberación de la mente, aventura calma en un mundo que va a millas por hora. Primavera eterna, chapuzón a una laguna de paz interior. Encantamiento de sosiego, sortilegio de quietud.
Pocas cosas en la vulgaridad de la vida cotidiana se comparan con dormir en el tren. Sentir esa impotencia frente a dos parpados pesados como cortinas de hierro, empecinados en cerrar definitivamente nuestro local de sueños. El movimiento circular sacado de un libro básico de yoga de nuestro cuello tratando de evitar que el entumecimiento de los nervios sea definitivo. La poderosa mente sucumbiendo gradualmente ante el acunamiento de la oruga de hierro gigante sobre los rieles como una madre primeriza. Y las piernas implorando por un poco más de espacio, en un colchón de cinco vagones, en una cama de noventa grados de inclinación.
Pero comprobar que es imposible. Que algo o alguien -probablemente uno mismo, en complicidad con el subconsciente- ha urdido un hechizo imposible de evadir para procurarnos un poco de parsimonia, sentimiento que solemos pisotear sin darnos cuenta con los botines de punta metalica marca Estrés... ¿responsabilidades? ¿presiones? ¿obligaciones? nada son frente al implacable reloj biológico que conoce mejor que nadie cuando el monton de arena está por finiquitar.
Es increible que apenas unos minutos entre estación y estación equivalgan -o superen en muchos casos- a seis, siete horas de sueño. Que la profundidad de la somnolencia haga que ruidos estrepitosos de personas con tos, bocinas estridentes y nenes en llanto parezcan melodías dulces de arroró. Además, ¿qué otra prueba más se necesita para confirmar que se trata de un conjuro lanzado por nosotros mismos que el hecho de saber el momento preciso para despertarnos sin que nadie nos haya avisado? Lo sé, hay excepciones, a todos nos ha pasado más de una vez pasarnos de destino y amanecer en la estación Dondecarajoestoy. Pero aún cuando es así, la sensación dista muchísimo de ser enfado y bronca con uno. Por el contrario, con una sonrisa en el rostro comenzamos a resolver el puzzle de locación en el que decidimos meternos. Y es en ese instante cuando se ven los resultados positivos, donde podemos corroborar que al despertar, la mochila de tensión y agotamiento quedó olvidada en el asiento del furgón que abandonamos a toda prisa aún somniolientos.
 

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