5.10.04
Cambios de rumbo
Como cada repetida mañana, esperó al bondi en la esquina del árbol que recibía un baño de sol despabilante ideal para las pupilas todavía somniolentas. Con las ideas aún desordenadas producto de los sueños de la noche anterior, le gustaba aguardar la llegada del 15 reflexionando sobre las incógnitas de su vida, los desafíos venideros de su suerte y en la vorágine de la vida que gira impredecible como un caleidoscópio de cristal. Ya en el colectivo, una vez que el robot manco le entregó el boleto, se ubicó atrás de todo, en el último asiento al lado de la puerta para continuar con sus meditaciones. A decir verdad, hacía tiempo que le urgían unas ganas arrolladoras de tirar todo por la ventana, de romper las cadenas de la opresión rutinaria para no volver a ponerselas jamás. Le seducía sobremanera la idea de abandonarlo todo, tomar la mochila con un mínimo equipaje y comenzar a caminar, siguiendo simplemente al viento. Para amortizar el aburrimiento hasta llegar a su monótono empleo, desenrolló el papelito que le había entregado la máquina instantés atrás y se fijó en el numerito impreso: capicúa.
Ahora el chofer había puesto el freno en la parada de Santa Fé y Escalabrini Ortiz, y la cola de gente intentando subir parecía una anaconda bípeda. Él odiaba esa pausa que solía prolongarse por lapsos de hasta diez minutos, en los que lo único que encontraba como entretenimiento era observar los rostros de los nuevos pasajeros e inventarles una historia distinta a cada uno de ellos. Así fue como repentinamente la vio subir, y el mundo pareció detenerse. Se trataba de la prueba irrefutable de que efectivamente los ángeles deambulan entre nosotros, que no poseen alas en su espalda pero si una hermosura que conquista al corazón más recio con apenas una sonrisa complice. El impacto fue tremendo, y el enamoramiento, total.
Pero exibiendo rasgos ciertamente macabros, ella eludió con la gracia de una gacela al conductor y zigzageando entre las personas que se amontonaban a la altura del último escalón, se introdujo en el vehículo sin pagar, tomó una butaca libre y no despegó los ojos de la ventana de ahí en más, por más intentos de cruzar la mirada que él hizo.
Al día siguiente, la obsesión por volver a verla se había apoderado por completo de su mente, desplazando los confusos pensamientos matinales por recuerdos y aguardó impacientemente hasta la misma detención antes odiosa para ver si su suerte había cambiado y podía manifestarle con un gesto que su amor era tan puro como real. Y tal como había sucedido la mañana anterior, con la soltura que una presa elude a su cazador, dejó garpar como una asignatura pendiente mientras que se acomodó en el mismo sitio, escrutando la vereda por el resto del viaje.
El tiempo fue pasando de la misma manera. Por más ganas que él tuviera, no había forma de que ella lo registrase. Gradualmente, las noches convirtieron en jornadas eternas buscando respuestas que la almohada no poseía... ¿por qué esa burla impune e inocente a los estamentos de la sociedad? ¿cómo hacía para lograr acallar diariamente esa voz que clama por un poco de maldito sentido común? ¿cuál era la forma de que pudiera ponerla en conocimiento de su existencia?
Fue entonces cuando se le ocurrió como conseguirlo. Renunciando a todos los grises pilares que había estado construyendo de a poco y en los qué basaba su vida, decidió comenzar a trabajar de Guarda. Pasó muchos meses viajando por toda la capital, en recorridos muy lejanos a los trayectos de su pasión. Hasta que finalmente le fue asignada el tramo que incluía la ansiada esquina de Santa Fé y Escalabrini Ortiz.
La noche previa casi no pudo dormir, y estuvo esbozando hasta que le ganó el sueño el mejor discurso para poder declararle su completa devoción aprovechando la falta del boleto como diálogo para captar inexorablemente su atención.
En la segunda parada, ya sobre Escalabrini Ortiz subió por la pequeña escalera, saludó a quien conducía y comenzó a pedir los pasajes. Como quien no quiere la cosa de reojó escrutó el último asiento de la fila individual y la pudo distinguir, como siempre observando a través del vidrio a la nada. Sus latidos resonaban como tambores de guerra, y realmente las demás personas podrían haberle exibido una postal o una foto-carnét que no se habría dado cuenta.
Cuando finalmente estuvo frente a ella, con voz tan dulce como la miel dijo:
- Su boleto por favor Señorita -
- Si, como no. Muchas gracias... - Fue lo que encontró como respuesta, y como siempre, como nunca, volvió a apuntar sus ojos en la vastedad de la acera de enfrente.
Tan sólo una frase. Una oración que le pateó el tablero. La sentencia a miles de veladas de angustia y llanto inconsolables hasta que el corazón sane.
Por motivaciones de ausente lógica nos embarcamos en búsquedas que nos llenen más allá de lo racional, porque somos mente y alma. Así somos capaces de dejar todo de lado creyendo que por tener una convicción absoluta es inevitable que nos vaya bien. Pero el destino caprichoso disfruta tendiendonos trampas de desencuentro y confusión que casi siempre solemos pisar. Y nos damos la cabeza contra la pared repentinamente, creyendo inocentemente que nuestro destino depende de un boleto capicúa.
 

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